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No está muy claro cuándo los nativos de estas tierras comenzamos a pronunciar la frase “Dios es argentino”. Pero hubo quienes se nos adelantaron en varios siglos. Fueron los puritanos ingleses exiliados en 1626 en Massachusetts con la idea de fundar la “Nueva Israel” en América. Se habían autoconvencido de que Dios los había elegido para colonizar aquellos territorios. El ministro de aquel credo, John Cotton, escribió en 1630: “Ninguna nación tiene el derecho de expulsar a otra, si no es por un designio especial del Cielo”. Los colonizadores puritanos tenían una misión: engrandecer su nueva patria para alabar a Dios, para ellos la riqueza era una señal de aprobación divina. Así, la nación que gozara de prosperidad podría estar segura de que fue elegida por Dios. Estos elegidos tenían “la misión” (George Bush tituló así su autobiografía) de guiar al resto de la humanidad para alcanzar la felicidad, salud y prosperidad. Al que “fracasara” le quedaban dos caminos: permitir que los elegidos lo “rehabilitaran” o prepararse a ser eliminado por ellos, que no sentirían ningún remordimiento, porque cuando se combate en nombre de Dios no hay límites morales. Esta elección divina provocó la discriminación de los que se sentían elegidos hacia los que “probablemente” no lo serían. Estas ideas de superioridad mesiánica germinaron en las mentes estadounidenses y florecieron en 1776. Cuando Benjamin Franklin y Thomas Jefferson proclamaron la Independencia de los Estados Unidos, legalizaron la imagen de la “Tierra Prometida” y de un “pueblo elegido” entre los demás del mundo y estamparon en el símbolo más conocido y difundido de la civilización estadounidense, el dólar, una inscripción bastante significativa: “En Dios confiamos”.
Aquel destino manifiesto y el optimismo ilimitado parecieron coronarse en los dorados años 20, cuando los Estados Unidos vivieron un período de esplendor. Pero a fines de octubre de 1929 todo se derrumbó. Los grandes capitalistas advirtieron que había demasiado dinero invertido en la Bolsa y muy poco en la producción y que el precio de las acciones de las empresas no reflejaba la marcha de la economía real, que aquello se parecía mucho a un peligroso castillo de naipes. En 1932 los republicanos fueron derrotados por los demócratas de la mano de Franklin Delano Roosevelt, que reemplazó el liberalismo desenfrenado por un modelo de “Estado activo”. La propuesta de Roosevelt, conocida como New Deal, consistió en una serie de medidas legales basadas en las ideas del economista inglés John Maynard Keynes, que ponía el acento en la promoción del empleo a través del Estado, los subsidios a las familias más pobres, el estímulo a la producción, la ayuda a los productores agrarios vía devaluación del dólar y subsidios, con la intención de recuperar el mercado interno y echar a andar la rueda virtuosa de la producción y el consumo.
Al modelo de Estado implementado por Roosevelt se lo llamó Estado Benefactor, frente a él se fue alzando un pensamiento conservador autodenominado neoliberal cuyo texto fundacional fue Camino de servidumbre (1944), del economista austríaco Friedrich August von Hayek. En torno a él se fue conformando un grupo de intelectuales de derecha entre los que estaban Milton Friedman, Karl Popper y Salvador de Madariaga. Uno de los postulados de aquella cofradía era el combate al Estado de Bienestar porque destruía la libertad de los ciudadanos y la competencia, base de la prosperidad general. Para ellos la desigualdad social era un valor positivo necesario para el sano desarrollo del capitalismo de mercado. Recuerda el historiador inglés Perry Anderson que Hayek lanzó una frase que sería tomada al pie de la letra por el poder económico mundial y obedecido por los poderosos subordinados de Latinoamérica en particular: “La libertad y la democracia pueden tornarse fácilmente incompatibles, si la mayoría democrática decidiese interferir en los derechos incondicionales de cada agente económico para disponer de su renta y sus propiedades a su antojo”. En eso andamos en este mundo Trump, en esta trampa, porque detrás del disfraz “populista” se esconde el más crudo hipercapitalismo.

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