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La política después del nosotros Democracias sin lazos: el costo político del aislamiento Pablo Rojas Diaz

La política después del nosotros Democracias sin lazos: el costo político del aislamiento Pablo Rojas Diaz

Durante gran parte del siglo XX, la democracia se sostuvo en una premisa invisible: la posibilidad de encontrarnos, discutir, discrepar y volver a reconocernos en un espacio común. Ese tejido, hecho de plazas, sindicatos, cafés, clubes de barrio, universidades públicas y medios masivos, garantizaba algo más que la mera participación electoral, aseguraba la existencia del otro. No como un enemigo, sino como un interlocutor aún en el disenso. En cambio, durante este presente, el siglo XXI parece haberse vuelto antisocial. No porque haya menos comunicación, sino porque todo parece orientado a reemplazar el encuentro por la conexión, la conversación por la exposición y la comunidad por el algoritmo.

El sociólogo John B. Thompson se refiere a la era de la mediación simbólica para describir la forma en que los medios masivos comenzaron a redefinir la vida pública. Lo que empezó como un fenómeno de representación, ver al líder, escuchar su discurso, conocer el mundo por televisión, derivó en una forma de aislamiento estructural creciente. Cada individuo rodeado de pantallas. Cada ciudadano recluido en su burbuja de percepción.

Esa mediación, que en un principio extendía la esfera pública, terminó replegando la experiencia política hacia el plano individual. La irrupción de Internet y luego de las redes sociales habría profundizado esa tendencia hasta convertirla en sistema.

Hoy, los nuevos espacios de interacción digital ya no solo median, sino que reconfiguran las condiciones de posibilidad del lazo social.

A primera vista, vivimos en una sociedad hiperconectada. Pero detrás de esa hiperconexión se esconde un vacío. El sujeto ya no se vincula con otros, sino con representaciones de sí mismo reflejadas en el flujo digital. La conversación pública, mediada por la lógica del algoritmo, se volvió un espejo deformante de las emociones colectivas. Las tecnologías de la comunicación, y más recientemente la inteligencia artificial, no solo organizan nuestra vida informativa, sino que organizan nuestra sensibilidad política.

En la tesis de Thompson, este proceso desemboca en lo que él denomina “la privatización de la experiencia pública”. La vida común se fragmenta en unidades de consumo simbólico, cada uno elige sus fuentes, su comunidad y su dosis de realidad. La información deja de ser un bien común y se convierte en un producto de diseño. El resultado es una democracia con ciudadanos informados pero no vinculados, opinantes pero no comprometidos. El viejo ideal de esfera pública como espacio de deliberación racional se diluye entre el ruido de la autopromoción y la indignación constante.

Las plataformas sociales perfeccionaron este modelo. Ya no se trata solo de producir información, sino de administrar afectos. El algoritmo recompensa la emoción inmediata. La reacción antes que el argumento. Es un sistema de premios y castigos simbólicos que refuerza la identidad de grupo y penaliza la disidencia. El ciudadano se transforma en usuario y la ciudadanía en una práctica de consumo. Y así, la política se ve desplazada por un “régimen de visibilidad” donde el valor de verdad importa menos que la capacidad de captar atención.

El fenómeno se vuelve más complejo con la llegada de la inteligencia artificial generativa. Lo que antes era un medio de expresión ahora se convierte en un medio de sustitución.

Los modelos lingüísticos, como ChatGPT o Gemini, no solo producen texto, son también capaces de producir conversación. Y con ella, una nueva forma de compañía artificial. No es casual que OpenAI haya tenido que ajustar sus respuestas en casos de soledad o angustia, los usuarios establecen con la IA vínculos emocionales que ya no distinguen entre lo humano y lo programado. En apariencia, se amplía el diálogo pero en realidad se desplaza la necesidad de interlocución humana. Lo inquietante no es que la IA hable, sino que aprenda a simular empatía.

En este contexto, el antisocialismo de la época, esa tendencia a replegarse sobre el yo y a temer el conflicto real, adquiere una dimensión política profunda. La erosión del vínculo social no solo empobrece la vida comunitaria también desarma las condiciones mismas de la democracia.

Una sociedad que no conversa consigo misma es una sociedad que pierde la capacidad de negociar su propio futuro.

La historia muestra que toda democracia necesita rituales de presencia como el voto, la protesta, la reunión, el “abrazo cívico”, etc. Cuando esos rituales se sustituyen por la circulación digital de símbolos, lo que emerge no es más participación, sino más soledad.

La IA, las redes y los medios on demand prometen libertad total, pero lo que producen es una forma sofisticada de aislamiento donde el ciudadano se convierte en un nodo de datos que reacciona, pero ya no actúa.

Robert Putnam lo advirtió hace décadas con Bowling Alone, el declive de las asociaciones voluntarias era el preludio de un debilitamiento de la confianza social. Hoy esa advertencia adquiere un carácter estructural. No es solo que las personas participen menos, es que el sistema mismo premia la desintegración. El lazo social se vuelve obsoleto frente a la eficiencia del mercado emocional digital. Donde antes había organización colectiva, ahora hay trending topics. Donde había asamblea, hay foro. Donde había militancia, hay storytelling.

La democracia contemporánea enfrenta así un doble riesgo, la despolitización afectiva y la tecnocratización de la mediación.

El primero ocurre cuando la emoción sustituye al pensamiento y el ciudadano se transforma en espectador de su propia indignación.

El segundo, cuando los algoritmos determinan qué temas merecen atención y cuáles no.

Entre ambos, se erosiona el espacio común que hacía posible la deliberación democrática.

Thompson sostiene que las tecnologías no destruyen el lazo social, sino que lo reorganizan. Pero esa reorganización puede derivar en un sistema de control invisible. En las democracias contemporáneas, el poder ya no opera tanto por censura como por “curaduría” de la atención. La pregunta política del siglo XXI no es quién tiene la palabra, sino quién decide qué leemos, vemos o escuchamos.

En América Latina, donde la desigualdad y la fragilidad institucional agravan estos procesos, el aislamiento social se combina con la erosión de la confianza pública. Las democracias delegativas, esas donde se vota más para ceder poder que para distribuirlo, conviven con una cultura digital que segmenta a los ciudadanos por tribus ideológicas.

En ese marco, la inteligencia artificial se convierte en un amplificador, una máquina que reproduce los sesgos sociales y multiplica las polarizaciones. Lo que antes era desinformación espontánea ahora es producción automatizada de narrativas políticas. Y esa automatización no se limita al discurso, empieza a definir estrategias de campaña, perfiles de votantes y mecanismos de microsegmentación emocional.

El resultado es un escenario donde la ciudadanía siente que participa, pero en realidad es administrada.

Los espacios deliberativos tradicionales, el periodismo, los parlamentos, los partidos, pierden relevancia frente a los sistemas de gestión algorítmica del consenso. La democracia se desliza, casi sin advertirlo, hacia una forma de gobernabilidad sin conversación: una democracia de datos, donde el conflicto, motor natural de lo político, se reemplaza por el cálculo predictivo.

Frente a esto, la tesis de Thompson recobra fuerza: el siglo antisocial no es una anécdota cultural, sino una mutación estructural de la sociabilidad humana. La IA, los entornos digitales y la lógica de la eficiencia están redefiniendo lo que entendemos por comunidad.

Pero toda reorganización técnica de la vida social conlleva un problema político: quién define las normas de esa reorganización y con qué fines.

No se trata de demonizar la tecnología ni de idealizar un pasado imposible. El desafío, más bien, es repolitizar la sociabilidad. Recuperar el espacio común no como nostalgia, sino como proyecto. Pensar instituciones, medios y tecnologías que vuelvan a articular lo público con lo colectivo.

La inteligencia artificial puede ser una herramienta poderosa si se la gobierna bajo principios democráticos de transparencia, pluralidad y rendición de cuentas. Pero si se deja a merced del mercado de la atención, terminará consolidando una forma de autocracia emocional donde las personas solo escuchan lo que confirma su identidad y los gobiernos aprenden a administrar poblaciones a través de sus patrones de comportamiento digital.

El siglo antisocial no empezó con la IA, pero esta le dio una infraestructura perfecta. En lugar de tender puentes, multiplicó espejos. El desafío político de nuestra era es romper esa geometría del reflejo.

La democracia no necesita más datos, necesita más vínculos. No más predicciones, sino más conversaciones. No más algoritmos que anticipen lo que queremos decir, sino más espacios donde podamos decirnos algo sin que un modelo lo traduzca.

En última instancia, la pregunta es política: ¿puede sobrevivir una democracia sin vida común? Si la respuesta es negativa, entonces reconstruir los lazos, volver a ver, oír y tocar al otro, no es solo una cuestión de convivencia es una cuestión de supervivencia democrática.

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