Un fantasma recorre el Primer Mundo. Es el fantasma del nacionalismo populista. El Brexit ha terminado de despertarlo, y avanza hoy como un reguero de pólvora encendida por la mitad septentrional del planeta, de este a oeste y de norte a sur. No es solo Nigel Farage, del Partido por la Independencia del Reino Unido (UKIP) que, mintiendo la cifra que la Gran Bretaña aporta a la Unión Europea y prometiendo que sería destinada a salud y educación, hizo una enorme contribución al Brexit. En todo el Hemisferio Norte el nacionalismo populista está obteniendo éxitos como no se veían desde los albores de la Segunda Guerra Mundial.
En Austria, si Norbert Hofer mejora un poco el 49,7% que obtuvo en abril, será el primer jefe de Estado europeo nacionalista-populista de extrema derecha desde entonces. En España e Italia, el populismo “progre” de Podemos y el Movimiento Cinco Estrellas se ha constituido como parte del elenco estable del poder político nacional.
En Francia y Holanda, el Frente Nacional de Marine Le Pen y el PVV de Geert Wilders, máximos responsables en 2005 del rechazo a la Constitución que le hubiera dado a la Unión Europea las herramientas necesarias para enfrentar la recesión, siguen aumentando su tajada electoral gracias a las consecuencias sociales de la misma crisis que ayudaron a generar. Por su parte, al ritmo del aumento en el número de parlamentarios europeos pertenecientes a partidos populistas, que se cuadruplicó en treinta años, el Jobbik húngaro, el Partido Popular Danés y el UDC suizo han logrado superar el umbral de uno de cada cinco votantes.
Tampoco es sólo Europa. A oriente, Vladimir Putin conjuga el verbo nacional y popular al modo autoritario ruso que fue antaño el de Stalin y había sido el del zar. A occidente, Donald Trump recoge las semillas xenófobas que durante una década sembró el Tea Party, y promete ampliar el déficit fiscal y repetir las hazañas bélicas de George W. Bush. Donde se mire, el nacionalismo populista es una vieja novedad que recobra vigencia; la ‘globally-coming tragedia’ que desde 2008, año de la crisis económica disparadora, cierra la biografía de mi cuenta en Twitter.
Pero, ¿por qué unificar a fracciones políticas aparentemente antagónicas como el Frente Nacional y Podemos? ¿Por qué decir nacionalismo populista y no populismo nacionalista o populismo a secas? ¿Qué significa su resurgir para el mundo y qué relación tiene con la realidad argentina y latinoamericana, que parecen moverse en dirección contraria? ¿En qué sentido el despertar de estas fuerzas políticas en el Primer Mundo anuncia una posible tragedia global? Responder a estas preguntas llevaría todo un libro, pero acaso se puedan enunciar algunas tesis explicativas en forma de telegramas o tweets, según la generación del lector. Probemos.
La vasta runfla de autoritarios y demagogos que a derecha e izquierda asuela hoy el campo político mundial responde al apelativo de “populista” por varias razones: su emocionalidad romanticoide, su simplificación de la realidad, su discurso demagógico y antisistémico, su insistencia en proponer una sociedad dividida en un pueblo noble y auténtico y una élite corrupta e insustancial, y su desprecio por la razón y por el aspecto republicano y liberal de la democracia.
Sin embargo, apenas se analizan sus coincidencias básicas, sus antecedentes históricos y las razones de su renovada actualidad, la conclusión es inevitable: el populismo no es más que la forma exterior que en tiempos de crisis asume el nacionalismo. Por eso, sus antagonismos más radicales separan a “nosotros” de “ellos”, y a los heraldos de la Nación de sus supuestos ofensores.
El nacionalismo populista renace de sus oprobiosas cenizas cada vez que una amenaza real o imaginaria se alza contra el Estado nacional. El racismo y su versión débil, la xenofobia, son su verdadero núcleo paranoico organizador. De allí su flexibilidad en el eje Derecha-Izquierda, ya que la xenofobia puede adoptar formas conservadoras (rechazo a los inmigrantes musulmanes, por ejemplo) o progresistas (rechazo al supuesto pacto americano-israelí o a las instituciones financieras internacionales como el FMI).
El nacionalismo populista es, básicamente, una reacción radical ante el avance de la globalización. De allí que su expresión histórica extrema, el nacionalismo-socialista de los trabajadores alemanes, haya justificado el genocidio judío en cuatro “acusaciones” (pueblo sin raíces, racionalistas sin alma, banqueros-usureros y comunistas) que coinciden exactamente con las cuatro principales fuerzas impulsoras de la globalización: las migraciones internacionales, la revolución científico-tecnológica, la economía financiera y las teorías políticas antinacionalistas.
El nacionalismo populista es reaccionario y conduce a probables catástrofes, pero no es irracional. Del nazismo al Brexit, con sus enormes diferencias, la percepción del fin de la nación-estado como detentora monopólica de la política, la economía, la cultura y la identidad se ajusta perfectamente a la realidad.
El paradigma nacionalista básico -la existencia a-histórica de “Ein Volk, Ein Reich, Ein Führer”- es puesto en cuestión por la globalización. De hecho, la Alemania que siguió a la caída del nazismo no es en sentido estricto ni un pueblo (volk), ni un reino (reich) dirigido por un jefe único (führer), sino un país miembro de la Unión Europea habitado por millones de turcos y obligado a acordar sus políticas con el resto de los miembros de la UE.
La contradicción entre un sistema tecnológico y económico que avanza indeteniblemente hacia una ampliación de sus poderes que supera la escala nacional (esto es: la globalización tecnoeconómica) y un sistema político basado en estados territoriales y acuerdos institucionales entre ellos (el sistema nacional/inter-nacional) conduce al aumento de las tensiones internacionales e implica la imposibilidad de gestionar las crisis globales que genera. Y son sus consecuencias sociales las que crean el caldo de cultivo para el auge del nacionalismo populista.
Fue la discrepancia entre una tecnoeconomía en expansión territorial constante que requiere nuevos proveedores de materia prima y mano de obra, y nuevos mercados, asociada a países pequeños con una alta concentración demográfica y agotamiento de sus capacidades de desarrollo interno, el origen causal del imperialismo europeo y de la lucha por lo que Hitler llamaba “espacio vital”. Desde este punto de vista, el nazismo constituyó un intento de salvar al Estado alemán de la única manera posible: ampliándolo al espacio europeo mediante una unificación impuesta manu militari por la Segunda Guerra Mundial.
La misma contradicción entre una política nacional y una tecnoeconomía global, las mismas tensiones internacionales derivadas de ella y el mismo auge del nacionalismo populista que modelaron la Europa de inicios del siglo XX, comienzan a constituirse en variables fundamentales del escenario global de inicios del siglo XXI.
Sin una apuesta a favor de una globalización socialmente inclusiva que comprenda la progresiva supra-nacionalización de la democracia, las instituciones republicanas, el estado de bienestar y los derechos humanos como la que tuvo lugar en Europa desde 1948, es más que probable una destrucción de alcance masivo desencadenada por el cambio climático, la crisis financiera, la proliferación nuclear, el descontrol de la tecnología, las migraciones transnacionales, el terrorismo internacional, un conflicto inter-nacional y/o sus probables combinaciones e interacciones.
El primermundismo y el tercermundismo constituyen dos campos políticos mundiales igualmente impotentes para dar respuestas a la altura de la situación. Son la tesis y la antítesis que deben ser superadas por una síntesis superior. La racionalidad y la libertad del Primer Mundo y el reclamo de justicia e igualdad del Tercero deben ser integrados en una sola ecuación.
La distinción entre Derechas e Izquierdas pierde pertinencia. El populismo nacionalista y su receta de conflicto y odio posee ya, como en las épocas en que la Alemania de Hitler y la URSS de Stalin entraron juntas en la guerra, componentes activos a ambos lados de los espectros políticos nacionales.
La actitud progresista o reaccionaria ante la globalización -y en especial: ante una regionalización y globalización de las instituciones políticas que respete los paradigmas democráticos, republicanos y federales que aceptamos como indiscutibles a escala nacional- es la línea divisoria que separa nuevamente a las fuerzas de la razón y el progreso de las del totalitarismo y la destrucción.
El nacionalismo ha agotado el ciclo progresista que desempeñó durante el siglo XIX y XX. En Europa, a inicios del siglo pasado. En el mundo, hoy. De herramienta de la democracia y el desarrollo se ha transformado en la principal herramienta de la discriminación de derechos y la exclusión. Por eso habla hoy más del pasado que del futuro; del suelo, la sangre y las tradiciones, valores de la era feudal.
La integración regional, la democracia global y el federalismo mundial constituyen los únicos principios rectores posibles para enfrentarlo, y para la evitación de la tragedia que viene.
La ONU y la Unión Europea, principales instituciones supranacionales construidas al final del anterior horror, no deben ser destruidas sino reformadas, actualizadas y democratizadas. Sin ello, y en virtud de una inevitable homogeneización global de las condiciones de vida que sólo puede traer un largo ciclo de estancamiento en el Primer Mundo, el nacionalismo populista seguirá creciendo hasta conseguir el control de los estados nacionales más poderosos del planeta; exactamente como hizo después del colapso económico de 1930.
Imaginar la desintegración de la Unión Europea o un Consejo de Seguridad de la ONU en manos de delegados nacionales designados por Vladimir Putin, el Partido Comunista Chino, Marina Le Pen, Nigel Farage y Donald Trump es calcular la posible repetición de una tragedia cuyo principal activo es nuestra incapacidad de verla llegar.
En Austria, si Norbert Hofer mejora un poco el 49,7% que obtuvo en abril, será el primer jefe de Estado europeo nacionalista-populista de extrema derecha desde entonces. En España e Italia, el populismo “progre” de Podemos y el Movimiento Cinco Estrellas se ha constituido como parte del elenco estable del poder político nacional.
En Francia y Holanda, el Frente Nacional de Marine Le Pen y el PVV de Geert Wilders, máximos responsables en 2005 del rechazo a la Constitución que le hubiera dado a la Unión Europea las herramientas necesarias para enfrentar la recesión, siguen aumentando su tajada electoral gracias a las consecuencias sociales de la misma crisis que ayudaron a generar. Por su parte, al ritmo del aumento en el número de parlamentarios europeos pertenecientes a partidos populistas, que se cuadruplicó en treinta años, el Jobbik húngaro, el Partido Popular Danés y el UDC suizo han logrado superar el umbral de uno de cada cinco votantes.
Tampoco es sólo Europa. A oriente, Vladimir Putin conjuga el verbo nacional y popular al modo autoritario ruso que fue antaño el de Stalin y había sido el del zar. A occidente, Donald Trump recoge las semillas xenófobas que durante una década sembró el Tea Party, y promete ampliar el déficit fiscal y repetir las hazañas bélicas de George W. Bush. Donde se mire, el nacionalismo populista es una vieja novedad que recobra vigencia; la ‘globally-coming tragedia’ que desde 2008, año de la crisis económica disparadora, cierra la biografía de mi cuenta en Twitter.
Pero, ¿por qué unificar a fracciones políticas aparentemente antagónicas como el Frente Nacional y Podemos? ¿Por qué decir nacionalismo populista y no populismo nacionalista o populismo a secas? ¿Qué significa su resurgir para el mundo y qué relación tiene con la realidad argentina y latinoamericana, que parecen moverse en dirección contraria? ¿En qué sentido el despertar de estas fuerzas políticas en el Primer Mundo anuncia una posible tragedia global? Responder a estas preguntas llevaría todo un libro, pero acaso se puedan enunciar algunas tesis explicativas en forma de telegramas o tweets, según la generación del lector. Probemos.
La vasta runfla de autoritarios y demagogos que a derecha e izquierda asuela hoy el campo político mundial responde al apelativo de “populista” por varias razones: su emocionalidad romanticoide, su simplificación de la realidad, su discurso demagógico y antisistémico, su insistencia en proponer una sociedad dividida en un pueblo noble y auténtico y una élite corrupta e insustancial, y su desprecio por la razón y por el aspecto republicano y liberal de la democracia.
Sin embargo, apenas se analizan sus coincidencias básicas, sus antecedentes históricos y las razones de su renovada actualidad, la conclusión es inevitable: el populismo no es más que la forma exterior que en tiempos de crisis asume el nacionalismo. Por eso, sus antagonismos más radicales separan a “nosotros” de “ellos”, y a los heraldos de la Nación de sus supuestos ofensores.
El nacionalismo populista renace de sus oprobiosas cenizas cada vez que una amenaza real o imaginaria se alza contra el Estado nacional. El racismo y su versión débil, la xenofobia, son su verdadero núcleo paranoico organizador. De allí su flexibilidad en el eje Derecha-Izquierda, ya que la xenofobia puede adoptar formas conservadoras (rechazo a los inmigrantes musulmanes, por ejemplo) o progresistas (rechazo al supuesto pacto americano-israelí o a las instituciones financieras internacionales como el FMI).
El nacionalismo populista es, básicamente, una reacción radical ante el avance de la globalización. De allí que su expresión histórica extrema, el nacionalismo-socialista de los trabajadores alemanes, haya justificado el genocidio judío en cuatro “acusaciones” (pueblo sin raíces, racionalistas sin alma, banqueros-usureros y comunistas) que coinciden exactamente con las cuatro principales fuerzas impulsoras de la globalización: las migraciones internacionales, la revolución científico-tecnológica, la economía financiera y las teorías políticas antinacionalistas.
El nacionalismo populista es reaccionario y conduce a probables catástrofes, pero no es irracional. Del nazismo al Brexit, con sus enormes diferencias, la percepción del fin de la nación-estado como detentora monopólica de la política, la economía, la cultura y la identidad se ajusta perfectamente a la realidad.
El paradigma nacionalista básico -la existencia a-histórica de “Ein Volk, Ein Reich, Ein Führer”- es puesto en cuestión por la globalización. De hecho, la Alemania que siguió a la caída del nazismo no es en sentido estricto ni un pueblo (volk), ni un reino (reich) dirigido por un jefe único (führer), sino un país miembro de la Unión Europea habitado por millones de turcos y obligado a acordar sus políticas con el resto de los miembros de la UE.
La contradicción entre un sistema tecnológico y económico que avanza indeteniblemente hacia una ampliación de sus poderes que supera la escala nacional (esto es: la globalización tecnoeconómica) y un sistema político basado en estados territoriales y acuerdos institucionales entre ellos (el sistema nacional/inter-nacional) conduce al aumento de las tensiones internacionales e implica la imposibilidad de gestionar las crisis globales que genera. Y son sus consecuencias sociales las que crean el caldo de cultivo para el auge del nacionalismo populista.
Fue la discrepancia entre una tecnoeconomía en expansión territorial constante que requiere nuevos proveedores de materia prima y mano de obra, y nuevos mercados, asociada a países pequeños con una alta concentración demográfica y agotamiento de sus capacidades de desarrollo interno, el origen causal del imperialismo europeo y de la lucha por lo que Hitler llamaba “espacio vital”. Desde este punto de vista, el nazismo constituyó un intento de salvar al Estado alemán de la única manera posible: ampliándolo al espacio europeo mediante una unificación impuesta manu militari por la Segunda Guerra Mundial.
La misma contradicción entre una política nacional y una tecnoeconomía global, las mismas tensiones internacionales derivadas de ella y el mismo auge del nacionalismo populista que modelaron la Europa de inicios del siglo XX, comienzan a constituirse en variables fundamentales del escenario global de inicios del siglo XXI.
Sin una apuesta a favor de una globalización socialmente inclusiva que comprenda la progresiva supra-nacionalización de la democracia, las instituciones republicanas, el estado de bienestar y los derechos humanos como la que tuvo lugar en Europa desde 1948, es más que probable una destrucción de alcance masivo desencadenada por el cambio climático, la crisis financiera, la proliferación nuclear, el descontrol de la tecnología, las migraciones transnacionales, el terrorismo internacional, un conflicto inter-nacional y/o sus probables combinaciones e interacciones.
El primermundismo y el tercermundismo constituyen dos campos políticos mundiales igualmente impotentes para dar respuestas a la altura de la situación. Son la tesis y la antítesis que deben ser superadas por una síntesis superior. La racionalidad y la libertad del Primer Mundo y el reclamo de justicia e igualdad del Tercero deben ser integrados en una sola ecuación.
La distinción entre Derechas e Izquierdas pierde pertinencia. El populismo nacionalista y su receta de conflicto y odio posee ya, como en las épocas en que la Alemania de Hitler y la URSS de Stalin entraron juntas en la guerra, componentes activos a ambos lados de los espectros políticos nacionales.
La actitud progresista o reaccionaria ante la globalización -y en especial: ante una regionalización y globalización de las instituciones políticas que respete los paradigmas democráticos, republicanos y federales que aceptamos como indiscutibles a escala nacional- es la línea divisoria que separa nuevamente a las fuerzas de la razón y el progreso de las del totalitarismo y la destrucción.
El nacionalismo ha agotado el ciclo progresista que desempeñó durante el siglo XIX y XX. En Europa, a inicios del siglo pasado. En el mundo, hoy. De herramienta de la democracia y el desarrollo se ha transformado en la principal herramienta de la discriminación de derechos y la exclusión. Por eso habla hoy más del pasado que del futuro; del suelo, la sangre y las tradiciones, valores de la era feudal.
La integración regional, la democracia global y el federalismo mundial constituyen los únicos principios rectores posibles para enfrentarlo, y para la evitación de la tragedia que viene.
La ONU y la Unión Europea, principales instituciones supranacionales construidas al final del anterior horror, no deben ser destruidas sino reformadas, actualizadas y democratizadas. Sin ello, y en virtud de una inevitable homogeneización global de las condiciones de vida que sólo puede traer un largo ciclo de estancamiento en el Primer Mundo, el nacionalismo populista seguirá creciendo hasta conseguir el control de los estados nacionales más poderosos del planeta; exactamente como hizo después del colapso económico de 1930.
Imaginar la desintegración de la Unión Europea o un Consejo de Seguridad de la ONU en manos de delegados nacionales designados por Vladimir Putin, el Partido Comunista Chino, Marina Le Pen, Nigel Farage y Donald Trump es calcular la posible repetición de una tragedia cuyo principal activo es nuestra incapacidad de verla llegar.
Fuente http://www.losandes.com.ar/article/la-tragedia-que-viene
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